jueves, 21 de marzo de 2024

Excursión

Capítulo I - La cascada La sonrisa tímida que me muestras no ha podido jamás ocultar la marcación de tus curvas, femeninamente entalladas bajo la ropa que elijas para la ocasión. Esta vez la apreciación de las líneas de tu contorno no resultó difícil, pues el balneario que nos acogió reveló tu piel blanca a las miradas diversas que se centraron en ese bikini rosa de dos piezas que me entusiasmaron a continuar el paseo.

Estiraste la mano y me invitaste a acompañarte hasta donde el agua de la cascada pequeña nos cubra, humedeciendo los cabellos que cubrían tu rostro y que constantemente retiré con las manos para continuar mirando esos ojos pícaros que me hablan en silencio.

El agua hizo su trabajo, pues tus poros recogieron cada milímetro cúbico del torrente que se deslizaba desde tu cabeza hasta la cintura, donde la laguna se confundía con tus extremos inferiores. En el encuentro hídrico y obscuro, la sonrisa tuya se fue apagando a la par que me acercaba a tu boca, rodeando tus caderas con mis dedos, para fundirnos en un beso apasionado bajo la lluvia eterna que la roca nos brindó.



Capítulo II - La cabaña

Llegado el crepúsculo nos alejamos de las frías cascadas para hallar calor entre los maderos frescos de nuestra cabaña, agotados -si acaso- por un trajín vacacional aprovechado al límite.

Ingresamos entre risas nerviosas y me preguntaste por el lugar para dormir e inmediatamente descubriste que solo existía una cama con capacidad para dos ocupantes. Te dije que el espacio era suficiente y debíamos ocuparnos del aseo previo a dormir.

Mostraste cierto reparo coqueto al tener que compartir sábanas luego de haber compartido los labios bajo las cascadas espumosas. Me pediste permanecer sobre la cama mientras mudabas ropas y así hice, aunque tu voz dulce me pidió socorro para destrabar el bikini superior y acudí al baño para auxiliarte. Admito que develar tu desnudez había sido uno de mis anhelos más profundos desde hacía años.

Con tus cabellos aún destilando agua me aventuré a rozar tu piel blanca mientras me veías por el espejo.

Capítulo III - La alcoba

Parágrafo I - La lluvia

El ritmo de las gotas golpeando el tejado ascendió hasta acoplarse al de tu respiración. Cuando logré destrabar el broche, me detuviste y te volteaste para estamparme un beso rápido en los labios y pedirme que salga, que espere afuera mientras terminabas de acomodarte. Comprendí que el bochorno de disfrutar el roce de mis dedos sobre tu piel te produjo cierta alarma y me retiré hacia la cama a ojear un viejo folleto del lugar donde nos encontrábamos. La fotografía soleada de la portada dista mucho del aguacero que la ventana de vidrio me muestra, aunque ciertamente prefiero un diluvio al resplandor solar.

Mientras la tormenta inicial parecía ceder al paso de los minutos, el ruido de instrumentos de belleza desde el interior donde te hallabas no cesaba; no requiere mucho ingenio comprender cuando una chica está decorando su figura.

Al abrirse la estrecha puerta de madera, la lluvia se detuvo por completo. Pasaban de las 19:30 y mi respiración se congeló al constatar que la muchacha coqueta que tímidamente me hubo regalado sus besos no existía más, entregando a mi vista perpleja una sensual mujer que con encanto manipulador me sonrió de lado mientras acomodaba la media de nailon en su pierna derecha, acariciando el tobillo revestido de un zapato de tacón alto que encajaba perfectamente con la lencería de delicado y precioso negro maravillosamente elegida.

Capítulo III - La alcoba

Parágrafo II - La luna

Te acercaste nerviosa pero decidida hasta mí y colocando el rojo de tus uñas sobre mis hombros te agachaste hasta alcanzar mi oído y pediste que apague la única luz que aún iluminaba la alcoba de la pequeña cabaña. Estirando la mano extinguí la lámpara que aún te cohibía, dejando a la luna llena ser el faro que a través de la ventana me guíe hasta el encanto de tu piel decorada dulcemente por ese negro que resaltaba la elipse de tus curvas femeninas.

Incorporándome a escasos centímetros de tu piel, te pedí removerme la camisa, lo cual hiciste con una mueca de picardía retraída. Confesaste el gusto que producía en ti deslizar tus dedos por entre mis vellos torácicos y antes de que empezaras otra frase, besé a rabiar tus labios bermejos con la pasión de las ganas acumuladas. En el contacto estrecho de nuestros cuerpos, pude sentir la vibración de tus poros fibrilando ansiosos cuando te tomé de los glúteos para levantarte y acomodarte alrededor de mi cuerpo sin soltar tus labios ya descoloridos por la incesante energía de mi boca reclamando la tuya como propia.

Nuevamente cerca de mi oído susurraste agitada la demanda que persiste en mis recuerdos: Me pediste que te hiciera el amor.

Recostándote cuidadosamente sobre las cobijas me mantuve adherido a tus besos y al mirarte fijamente, pasaste la lengua por encima de tu labio, invitándome a profanar la intimidad de tu claustro. Descendí por la blancura de tu tez hasta alcanzar los hilos negros que me separaban del interior de tu vientre y con la delicadeza de un sastre, removí el panty negro dejando al descubierto mis otros labios preferidos, aquellos que me dieron la bienvenida tras el primer beso y me envolvieron en la humedad de sus paredes.

El recorrido de mi lengua por los alrededores de tu presea máxima provocó los gemidos dulces que intentaste ocultar sin éxito. Me mantuve en la tarea de explorar tu humedad mientras tus piernas me encerraban cada vez más, encogiéndome hacia tu interior y con tus manos presionando mi cabeza hacia dentro hasta que finalmente un alarido retumbó en la pequeña cabaña para culminar en un suspiro sonriente que ocultaste con tus manos.

Me tumbé a tu lado y súbitamente escalaste mi abdomen hasta colocarte sobre mí y levantaste una ceja en forma traviesa e indicarme que era tu turno. Me dediqué a observar cómo tu boca comenzaba a recorrer mi pecho mientras acariciaba tus cabellos negros; fue entonces cuando ubicaste mis manos a la altura de tu sujetador y me pediste abrirlo. Así hice. Frente a mí se revelaron tus grandes y hermosos pechos, restaurando mis fuerzas y llamándome hasta ellos.

Me incliné hasta tus pechos desnudos y los dominé entre besos apasionados, mordidas diminutas y lamidos afanosos que te sonrojaron nuevamente hasta exhalar. Pude ver cuánto lo disfrutabas por la hinchazón que les produjo el estímulo recibido y cuando tus pezones erectos parecían reventar, supe que estábamos listos para continuar. Me tumbaste entre las almohadas para acomodarme dentro de ti y al ritmo del viento exterior estableciste un compás de adelante hacia atrás que se repetiría in crescendo treinta y dos veces más mientras tus pechos columpiaban sobre mí hasta que los atrapé con mis manos y los acaricié con fuerza a medida que tu ritmo crecía. La humedad desbordante facilitaba la fricción genésica, llevándonos hasta la cúspide del placer.

A las 20:30 arañaste mis pectorales mientras mordías tu labio al sentir la explosión masculina que bañaba tu intimidad y rendida reposaste tus pechos sobre mi tórax. El fulgor lunar que resalta el brillo de tus cabellos negros fue el recubrimiento de la tez blanca que derramaste sobre mi pecho y que nos halló agotados, satisfechos, completos. Tuviste razón, vivir la excursión es mejor que soñarla.

domingo, 5 de julio de 2020

Escasez

Las misivas de los últimos días anunciaron más y más mis intenciones, satisfactoriamente comprendidas y correspondidas. Me preguntaste con especial atención si acaso tus ropajes resultarían informales para mi mesa y al hacerte saber que no los llevarías encima mucho tiempo, soltaste una sonrisa pícara de complicidad.

Apenas hubo obscurecido cuando llegué a tu portal y saliste ansiosa, pero con calma curiosa. Unos cortos azules de jeans y una blusa palo rosa fueron la indumentaria informal a la que estimabas insuficiente.

Llegamos al destino, con rumbo directo hacia el comedor donde horas antes solicité a los cohabitantes no ser interrumpido mientras durase nuestra velada. Al destapar la primera botella de Cavernet comenzó la charla amena que nos llevaría por el Derecho, la política y hasta la farándula. Rondando los 1.200 mililitros de cepa tinta moviste el cuello en señal de cansancio, por lo que me animé a levantarme y colocándome detrás de ti, comencé un masaje que terminaría en el primer acercamiento de nuestros labios. Parecías distraída y me alejaste de repente; me pediste ir con calma. Accedí. Mientras servía la que sería tu última copa, recibiste la llamada definitoria. Debías marcharte. Te pedí no hacerlo, pero ofrecí llevarte si resultaba imperiosa la partida. Llamaste de vuelta, suspiraste, colgaste.

—Quiero quedarme contigo —me dijiste.
—Vamos —respondí.

Tomaste la copa y tras un sorbo, seguiste el paso tomada de mi mano hasta la alcoba por las escaleras obscurecidas previamente por mí. Ya en el lugar encendí una luz para que reconocieras el entorno y te sea familiar; contemplaste los adornos, las joyas y los maceteros con atención particular. Parecías querer dilatar nuestro encuentro. Dando otro sorbo de vino, te volteaste a verme con incredulidad, arqueando la boca, esperando mi reacción.

Inmediatamente tomé tu rostro y te besé con pasión; al descender por tu cuello, me tomaste detrás de la cabeza con fuerza y un pequeño y corto gemido escapó ruborizado; agarré entonces tu copa y la posé junto a la mía sobre la cómoda. Al retirarte la blusa diste media vuelta, cubriéndote los pechos aún resguardados por el sujetador blanco y con cierta  vergüenza me miraste por encima del hombro. Fue entonces cuando te abracé por detrás y conduje tus manos hacia mi rostro mientras transgredía la última línea de defensa de tu busto. Acariciando tus pechos conquisté tus labios una vez más y ya frente a mí, me quitaste la camisa mientras me deshacía de tu sujetador con cierta picardía. Apagué la luz de un golpe para llevarte hasta el borde de la cama y depositarte sobre ella entre las sábanas despejadas. Me miraste tiernamente, aún con cierta vergüenza, cuando empecé el recorrido de tu piel con mi boca hasta encontrarme con el botón que no tardé en abrir para finalmente poseer tu desnudez completa. La cola tenue de un halo estrellado penetró el balcón mientras me nutría del sabor de tu tez y dejaba entrever la magnitud severa de tus pechos hinchados; remordí los fustes carnosos que se levantaban sobre las cimas de tu pecho hasta el borde de la resistencia y convencido ya del momento acaecido, te embestí con la fuerza de mis deseos acumulados al ritmo de tus piernas estrujándome la espalda hasta que con el mismo rubor del principio, llevaste tus manos hasta cubrir tus ojos completamente y exclamar sonriente y nerviosa: «Terminé…».

El reloj marcó la medianoche cuando me tumbé a tu lado y te observé boca abajo abrazada a las sábanas, mirándome de reojo, algo incrédula hasta quedarte dormida.

No sé cuánto tiempo transcurrió al abrir los ojos y hallarte sobre mí, besándome con mayor pasión al enhebrar tu interior en medio de la respiración ya agitada de ambos. Tus rodillas estribaban los lados de mi abdomen para soportar el balance de tus pechos gigantes que a ratos rozaban mi torso y alcanzaban mi boca; los besé y mordí como nunca mientras tu humedad se acentuaba y a ratos parecías flotar. Tomé tus caderas con firmeza y aceleré el compás hasta oírte gemir ahogadamente, sin abrir los labios y súbitamente, sentirme invadido por la vibración de tu corredor femenino para recibirte entera, satisfecha y feliz sobre mi cuerpo, besarte una vez más, ansiando que no llegues a desengarzar el vértice de nuestra pasión. Tumbados uno junto al otro, riendo y conversando, por segunda ocasión y ansiando un reencuentro próximo, nos conquistó el sueño y nosotros a él.

martes, 14 de febrero de 2017

Retorno posterior

Hoy volví a tu altar, mi aya amada. Incliné mi cabeza sobre el volante y apagué el motor; era la primera vez en veintiséis años que no te hallaría rondando con paso lento los pasillos y las aulas. Tragué saliva y atravesé la misma reja negra de siempre para ser recibido con tu mirada maternal perenne que ahora divisa congelada desde un retrato, al igual que tú: hacia afuera, testigo de los niños que día a día llegan para formarse como lo hicieras con nosotros en casi seis décadas. Gloria me permitió el paso con la ternura que jamás se extingue, ni aun cuando ambos empezamos a lucir una que otra cana y me dirigí hacia la Dirección, donde Janeth me recibiría con un abrazo tan fuerte como el del día de tu partida física. Le expliqué el motivo de mi visita y casi de un brinco salió de su oficina liderando el camino hasta el tercer piso; me pidió esperar mientras por su cuenta traería el tesoro y avancé solo hasta el salón, el cual conserva su olor y que ahora, junto al general inmortal, es decorado por fotografías de tu vida, homenaje de tus estudiantes. La tardanza de Janeth me permitió rumiar los recuerdos mientras acariciaba los libros viejos y miraba por el balcón, el de Ronda, hasta que volvió con las manos llenas.


—¡Aquí está! —dijo con orgullo—. Es tal cual ella lo diseñó. Es tuyo. 

—Deseo comprarlo. 

—No me lo vas a comprar —increpó ofendida—. Llévatelo. 


Un abrazo suyo fue el mejor regateo y me dejó solo nuevamente en aquel sexto grado ya vacío. Abrí el texto y sentí la bocanada de tu amor a través de las líneas. ¡Cómo no sentirme niño sobre el escenario de mi niñez! Sin embargo y como te confesé en amargas líneas anteriores, aquella -la niñez mía- quedó depositada en tu nicho y es mi adultez sobria quien reclama una parte de ti; si el linaje mío no estará bajo tu amparo, llevaré tu amparo hasta él. 


Gracias eternas por esto, por todo, por siempre.


Tu niño Tapia



lunes, 26 de septiembre de 2016

Aya II (el final)

Aun con las emociones latentes acudí a tus honras ulteriores. El corto recorrido desde la puerta hacia el féretro es el más luctuoso que he vivido en una veintena de años, cuando despedí a otra maestra y por quien de ti recibí un pésame hondamente sentido. Esta vez me dirigía hacia ti y la empatía de pesar saldría de mí hacia los tuyos; todos ellos estuvieron presentes, ellas sobre todo, dulces y cariñosas como en los tiempos pueriles de las aulas, me saludaron con sendas sonrisas rotas que armonizaban con el negro de sus vestidos. Janeth, el símbolo inquebrantable de disciplina, desplomóse en un abrazo prolongado y sobre sus cabellos ya nevados posé mi beso de dolor compartido.

Tus cuatro nombres resaltaban vivamente en el rótulo y todavía no lo creí, no lo creí hasta que te vi. Mi amada me acompañó del brazo para sostener la flaqueza de tu ausencia y te vi. Me acerqué dubitativo y la fragancia de un centenar de flores anunciaron tu presencia ya inerte y entonces te vi. Jamás conocí tu rostro libre de anteojos y por primera y última vez, te vi. Simplemente posé mis manos sobre el cristal que nos separaba y me resistí a creer que eras tú, que en la quietud de aquella caja, te vi. Me detuve a contemplar las manos acianas que sostuvieron mi mano tantas veces enseñándome a dibujar la letra y quise tocarlas con el mismo cariño, pero únicamente te vi.

Dos días estuve a tu lado hasta que fue anunciado el retiro y la hora obscura pintaba su proximidad. Marché por los escalones sin resignación, apurando el paso de mi compañera, otra de tus hijas, para encontrarnos casi al final del camino a tres de ellas, curiosamente en el mismo orden: Ida, Olga y Delia. ¡Vaya simbolismo me obsequió Melpómene!

Ya en la calurosa aglutinación de despedida participamos de las canciones que nos enseñaste, honrándote después de muerta como te celebramos en vida y te depositamos en la morada póstuma entre flauta y oraciones. Las voces quebradas desentonaban los coros, pues toda perfección se selló detrás de la lápida con tu nombre. Me quedé hasta el final, necesitaba un minuto a solas para estampar un beso sobre la caligrafía de tus nombres y llorarte sin testigos. Recordé cómo sonreí el primer día, aquella mañana cuando mamá me dejó bajo tu cuidado y en el último, diciéndote adiós, te devolví las memorias gratas en forma de lágrimas. -Ya es hora-, fueron las palabras de mi mejor amiga al tocar mi hombro y notar que no quedaba nadie más. Y fue la hora, ciertamente; mi niñez quedó depositada en tu nicho el 22 de septiembre de 2016.

Te amo, maestra, madrina y mentora. Descansa al fin, lo mereces, mi aya.

Tu niño Tapia

martes, 20 de septiembre de 2016

Aya

Tu voz dulce invitándome al salón rebosante de juguetes es la primera marca que la memoria evidencia de nuestro amor, ese pacto sagrado que cumplimos fielmente: me diste armas para embestir a la vida y yo te honré viviéndola como el caballero que formaste. Hoy me enrostra lo efímero de la vida y hallo con dolor que has partido; el corazón se lacera, la garganta es un nudo y los ojos forman vertientes saladas que sollozan tu nombre. Te lloro, no porque la tranquilidad eterna te ha recibido, sino por el tiempo que nos quedaba y fue arrebatado; te extraño, has sido el pilar de mi carácter y mis contadas virtudes; te necesito, ¿a quién confiaré a la prole mía? ¡maldita sea la muerte por esta hora!

Vivo aún según tu ejemplo laico de ciencia, de luz y verdad. Ya no estás para evaluarme y sin embargo lanzo a tu inmortalidad la pregunta: ¿lo he hecho bien, señorita Adda? Mis semejantes sabrán responder cuando la hora definitiva me alcance y únicamente entonces sonreiré ante tu recuerdo al saber que no te decepcioné y cumplí el credo que me legaste como niño gracioso, joven pundonoroso y hombre bueno y honrado.

Te amo, mi aya inmortal. Hasta siempre. 

Tu niño Tapia

viernes, 21 de agosto de 2015

Tradición ficta

Una amaderada y espaciosa habitación con la temperatura templada alberga mi deseo: tú. El paisaje alrededor corresponde a las montañas, pues lo seco del clima y la ausencia de sol potente indican lejanía de costa alguna. Allí estás, apoyada sobre el alféizar de la única ventana en la habitación, sosteniendo una copa de vino blanco y envuelta desde el cuello a los pies en una bata de encaje negro que muestra tus cabellos largos y deja ver, tímidamente, los tacones altos que resuenan mientras esperas de espaldas a la puerta. En ese momento ingreso al lugar y apenas giras la cabeza para sonreír y beber un sorbo final. Admito con una mirada el asombro que siento al contemplar las curvas delineadas debajo de la tela obscura; no he ocultado jamás la fascinación discreta que me causa tu contoneo al caminar, sin embargo la distancia escasa de los marcos de tu piel acelera el pulso y estimula mis nervios.

Cierro la puerta detrás de mí y tú volteas, ahora con la ventana encarando tu espalda y el rojo de tus labios recibiéndome a cuatro metros que parecen milímetros. Me ofreces una copa mientras cubres con ritmo sereno el pecho derecho que asoma fuera de la bata antes de tiempo. Dejo mi leva sobre el perchero y tomo la copa ofrecida mientras me siento sobre la cama de proporciones aristocráticas y tan suave como sus sábanas casi traslúcidas, tal como lo indicas. Sirves el sauvignon blanc con delicadeza y te sientas a mi izquierda, cruzando la pierna derecha que queda expuesta hasta la mitad del muslo. Me estás seduciendo rampantemente y lo sabes. Brindamos sin bajar la mirada y me quito la corbata alegando un inexistente calor que me sofoca.

Te sientes tan libre en nuestro encuentro que acercas tus labios lentamente y me besas sin vacilar, primero con timidez, luego con decisión. Tomo las copas y las arrojo hacia el inevitable rompimiento para corresponder al gesto. Paso tus cabellos por detrás de tu oreja y rozo tu mejilla izquierda con dos dedos; siento cómo tu pasión se eleva en el beso. Con la mano izquierda recorro tu muslo expuesto desde la rodilla hacia arriba, concluyendo en una elipse hacia el interior. Escucho un gemido leve surgido del encuentro de nuestras lenguas, ellas están haciendo el amor por su cuenta.

Abro los ojos y me alejo lentamente de tus labios sólo para descubrir cómo se han hinchado tus pechos perfectos, indicándome que estás lista para continuar. Sabes bien cuánto me gustan, así que los desnudas ante mi presencia, haciéndome saber que están tan ansiosos como yo, desean descansar pronto sobre mi tórax. Me tumbas sobre las sábanas delicadas mientras abres mi camisa con impaciencia y besas mi pecho agitado, jugueteando hacia mi abdomen con tu lengua. Te tomo de las caderas para colocarte totalmente sobre mí y corresponder a los gestos amantes; ese primer encuentro de nuestros sexos, uno sobre el otro, vuelve incómoda la existencia de las escasas prendas que aún los separan. De pronto te detienes sin dejar de mirarme y te acercas hasta mi oído para susurrarme en forma casi imperceptible “hazme el amor”. Es entonces cuando me incorporo parcialmente y permanezco sentado contigo sobre mí, para besarte apasionadamente, remover totalmente la bata de tu cuerpo y clamar como míos los pechos que me han sido esquivos tanto tiempo y que ahora beso, muerdo y succiono con vigor; sé que lo disfrutas, las marcas que tus uñas dejan sobre mi espalda lo corroboran. Ahora es mi turno y deposito tu cuerpo sobre la cama, librándome del pantalón y el interior que tan sólo retrasan la gloria. Con gesto muy femenino levantas tus piernas delante de mí y remuevo tu panty, la frontera final. Me acomodo sobre ti, asegurando el roce de tus pezones contra mi pecho para satisfacción mutua y mis piernas invaden sin resistencia el espacio entre las tuyas. Te miro a los ojos por última vez y pasas la lengua por tu labio superior, invitándome ansiosa a morar en tu interior. A la primera embestida me aprisionas con tus piernas; a la segunda extiendes los brazos sobre la cama y exhalas; a la tercera me abrazas y gimes con pasión; para la quincuagésima embestida mi espalda luce como un campo de guerra a raíz de los rasguños infinitos que la decoran y tus ojos han apuntado hacia arriba al punto de volverse blancos. Brindas al escenario un último alarido de placer antes de relajar las extremidades y abrirlas para refrescarte... He recorrido de memoria los secretos de tus entrañas y dejado mi marca masculina en sus paredes. Te ruborizas y me besas infantilmente. Me retiro victorioso de tu interior para colocarme a tu lado; todo el sudor producido no es impedimento para que la mitad de tu cuerpo descanse sobre la mitad del mío y agotados, seamos recogidos por el sueño, no sin antes dedicarme tu oración final: “¿Vio que fue genial, mi abogado?”.

jueves, 7 de mayo de 2015

La niña bella

Con cada día es menos niña y más bella. Mi tacto la reconoce ya mujer y mis ojos la confirman en su gracia radiante; su rápido ascenso hacia el altar de mis afectos se impulsó entre los lunares cautivadores y algunas copas de vino, desde una infusión humeante hasta minutos derramados en Kierkegaard y Sinatra. Fue la noche, pero no la estrellada de los cuentos infantiles ni la fría de las novelas adultas, sino la peligrosa, de la que hay que cuidarse a cuenta doble por prescripción de Carrara. Fue la obscuridad sentida como ajena, la soledad que cada ocaso conjugaba el corazón con los segunderos, la causante de nuestros arrebatos.

¿Cuántas lunas fueron nuestras? Perdí la cuenta al llegar los amaneceres sucesivos que anunciaron despedidas inquietas y sed temprana. El aroma de sus tenues filamentos negros dejó sobre la piel los recuerdos de aquella mueca singular que, sin conseguirlo, pretendí imitar para comprensión clara del origen de mis sonrisas al observarla mirándome con incredulidad o enojo. Jamás conseguí culminar con éxito la imitación de tal distintivo, sin embargo me hice con sus besos reiterados como premio al esfuerzo.

La niña bella descansa hoy en mi memoria, junto al último beso impulsado desde los tacones negros que alejándose con pesar, no he vuelto a oír ni en la más obscura de las noches. Más allá de los epítetos amorosos que podría dirigirle desde los recuerdos placenteros, entre mis brazos simplemente fue… la niña bella.